Educar es influir y la comunicación es fundamental. Comunicamos con palabras y gestos, miradas, sonrisas y expresiones emocionales, comunicamos también con acciones, de forma que el mensaje es siempre mucho más que solo las palabras. Una buena comunicación se establece cuando hay una buena conexión que permite un intercambio de ideas y emociones en ambas direcciones. Sin una buena comunicación el desencuentro está servido. Yo digo una cosa y tú entiendes otras, yo quiero algo y tú no estás dispuesto a acceder a mis propuestas porque tienes las tuyas propias.
Esto se vive entre padres e hijos continuamente. Distintos intereses muy difíciles de conciliar. Vivir es convivir y no es nada fácil de aprender, ni de enseñar.
Educar es un acto relacional. Son la interacción y la conexión las que logran influir desde el establecimientos de relaciones de respeto mutuo, desde la cooperación, el sentido de equipo en la familia. Una educación en valores es la forma de educar en la que se cree hoy en día: los premios y los castigos no educan. Se trata de que el niño decida qué tipo de persona quiere ser, que empiece a desarrollar un incipiente sentido moral que irá desarrollando poco a poco, no a través de la obediencia ciega, o las conductas movidas por incentivos (premios) o amenazas impuestas (castigos) por sus mayores.
De alguna manera todos influimos en todos y funcionamos como un sistema de elementos mutuamente interdependientes. Si esto lo comprendemos nos daremos cuenta de que cuando existe una dificultad, o un comportamiento en el niño que «saca de quicio» a los padres, que resulta claramente inadecuado, la cosa es mucho más complicada que lo que un simple consejo puede arreglar.
Imaginemos las acciones y las reacciones que se producen en un grupo humano como la familia en el que los hijos y los padres se relacionan con una tremenda intensidad cotidianamente. Con nadie en la vida nos pelearemos, ni a nadie gritaremos tanto, ni con nadie utilizaremos probablemente palabras tan crudas, tan sin censura como sucede en el hogar cuando hay niños y adolescentes.
Ellos están aprendiendo a vivir, relacionarse, y a manejarse a sí mismos dentro de todo ello, dentro de las intensas interacciones cotidianas. Nosotros los adultos hemos ya olvidado lo que significa vivir sin mesura, sin autocontrol o con muy poca capacidad de aceptar las frustraciones de la vida. Es para nosotros una especie de «vuelta a la casilla de salida» para la que ya no estamos preparados.
Los niños nos ponen permanentemente a prueba y descubrimos que nuestro autocontrol depende de que se cumplan nuestras reglas, de que se de satisfacción a nuestras necesidades de guardar el orden por nosotros establecido.
«La llegada de un bebé te cambia la vida»…es una de las frases más repetidas. La cambia y rompe un orden, un plan de vida logrado tras muchos años y adaptarse a esta nueva circunstancia que llega de pronto es complicado precisamente porque ya estamos acostumbrados a tener un orden, un plan de vida, unas rutinas y hábitos. Y queremos recuperar esta estabilidad lo antes posible porque la necesitamos para distribuir nuestras fuerzas, nuestra energía y nuestro descanso, nuestros momentos de desconexión y de relax como hemos venido haciendo hasta entonces.
Por otra parte no se nos escapa que el mundo del bebé también se ha vuelto del revés. Todo en el útero iba sobre ruedas, y de pronto llega el parto y tras él todo es nuevo y no todos los bebés reciben esta nueva forma de vida de buen grado. Muchos niños lloran y sienten muy intensos sinsabores y molestias.
En otros casos los niños parecen caer de pie y llevan perfectamente bien los cambios y duermen, comen y disfrutan de una vida tranquila. Hay niños fáciles y otros que son más complicados.
Pero normalmente tras los primeros meses pronto llegan otros retos, las rabietas, las desobediencias, los gritos y la rebeldía.
En esos puntos suelen encontrarse muchos de los padres que preguntan «qué hacer».
Nadie tiene las palabras mágicas que solucionan la situaciones con solo seguir las instrucciones. La solución viene tras un proceso en el que la relación entre adulto y niño fluye y se establece una conexión, un entendimiento, una mutua comprensión. Para lograr mejorar las formas de relacionarse suele hacer falta volver al origen, resetear y reencontrarse. Orientar en ese proceso es aportar la esencia de las situaciones y permitir al adulto calmarse y mirar con ojos nuevos. Respirar y replantearse muchas cosas sencillas.
Orientarte no significa darte soluciones o respuestas a tus preguntas sobre qué hacer, sino apoyar un proceso personal para estar capacitado para encontrar tus propias respuestas. Aunque no es lo que esperamos cuando preguntamos, lo que nos orienta primeramente son otras preguntas que nos ayuden a ser conscientes de cómo educamos, qué sentimientos nos guían, qué efectos producimos en el niño con nuestras formas de actuar.
Una segunda parte tiene que ver con la empatía, con ser capaces de ponernos en la piel del niño. Pero para comprender al niño hemos de saber qué condicionantes tenemos los seres humanos, que necesidades básicas y qué formas de comportamiento mostramos, algunas de ellas a nivel inconsciente.
Todo esto cambia la forma en la que interpretamos las situaciones que es lo que marca la dirección de nuestras acciones educativas. La educación «correcta» se inicia con la forma «correcta» de sentir del educador. Es decir, una interpretación que tenga en cuenta la naturaleza de los seres humanos y de los niños, así como de nuestro hijo en particular.
En resumidas cuentas, la conducta del niño es como una planta que tiene sus raíces y que alimentamos y regamos con nuestras formas de interacción. Podemos tal vez cortar esa planta pero volverá a brotar y tal vez con más fuerza cada vez si no atendemos a sus causas. Estas causas o raíces del comportamiento son principalmente cuatro: llamar la atención, mostrar poder, vengar algún agravio, asunción de incapacidad.
Por otra parte nuestra naturaleza como individuos de una especie social nos crea la primordial necesidad de sentir pertenencia y significancia con respecto al grupo (familia, amigos, aula, etc.). Las acciones desadaptativas son ineficaces intentos de lograr satisfacer pertenencia y significancia en el grupo. Erradicar los comportamientos inadecuados implica proveer de satisfacción a estas necesidades humanas y liberar al niño de las creencias erróneas que mantienen las conductas desadaptativas que son fuente de problemas para el niño y los que le rodean.
Por lo tanto «qué hacer» ante una conducta del niño no puede ser respondido por nadie, no es tan sencillo, porque la pregunta correcta sería más bien «cómo ser». Educar es parte de nuestro crecimiento personal. Educar nos educa, nos hace evolucionar, y es por tanto un proceso que forma parte del ciclo vital. Es una tarea difícil, tal vez la más difícil, y seguramente la más importante y la más transcendente tanto para los individuos como para la sociedad.